Capítulo 1: Gran despertar
Junio de 2014, Chicago.
Una inusual calma reinaba en casa, normal, era muy
temprano como para que los demás integrantes de mi familia estuvieran
despiertos.
Mis parpados pesaban, me dolía la cabeza y no quería
levantarme.
Estúpido Mike y su fiesta pre-despedida. Es que mi
hermano no entiende de razones. Repliqué miles de veces que hacer una fiesta en
jueves era la idea más tonta que podría ocurrírsele, pero el muy imbécil no
quiso escucharme. Ahora estaba yo aquí, sin querer levantarme y afrontar mi
último día de clases.
¡Santos cielos, no quiero ni ver mis resultados!
Respiré profundo, pero las fuerzas que imaginaba
llegarían al hacer esto no llegaron; se supone que en las películas después de
eso despiertas o algo así. Estúpidas películas, deberían dejar de meternos en
la cabeza tantas tonterías —o tal vez sólo debería dejar de creerlas, soy muy
ingenua a veces—.
Mis ojos volvían a cerrarse y yo no hacía nada para
impedirlo, y cuando estaba a punto de llegar al planeta de los sueños más
tontos que sólo alguien como Clove Kentwell podría tener; la puerta de mi habitación se abrió con un gran estruendo.
—¡Buenos días, coneja dormilona! —entró y se lanzó a mi
cama como si fuera el dueño y señor de la casa.
—¿Qué demonios haces aquí, Odair? —gruñí molesta,
segundos después por la misma puerta entraron 2 rubios que sólo lograban darme
migraña. ¡Maldita sea, no eran ni las 7 de la mañana!
—¿No podemos visitar a nuestra chica favorita, acaso?
—respondió y lo miré furibunda.
—Chrissy nos ha dejado pasar —Cato Hadley se lanzó al
otro lado, dejándome aprisionada entre estos dos cabezas huecas. Ellos podían
ser los chicos más hermosos que alguna vez hubiera visto —y eso incluye a los chicos
del catálogo de Calvin Klein que vi
hace poco, por motivos de tarea por supuesto—, pero también son como un grano
en el trasero; irritantes y dolorosos. Peeta Mellark se acostó también junto a
Finnick. Mi cama era grande ¡pero no enorme!
—Eso lo pude imaginar, tonto. ¿Qué hacen en mi
habitación? Vayan a molestar al cavernícola de mi hermano —repuse molesta, sólo
para dejarlo claro, muy molesta. Sentía que me estaban aplastando y para
rematar, mi cabeza iba a explotar, aun escuchaba la música tecno de la fiesta
pero sabía que no estaba ahí. ¿Cómo es posible que estos tres idiotas, a pesar
de tomar como si de agua se tratase se encuentren mejor que yo? ¡Nunca he
tomado ni una sola gota de alcohol!
Y aun así, la resaca que ellos deberían cargarse, parecía
que me había llegado a mí.
—Mike está durmiendo, tú sabes lo difícil que es
despertarlo Clove —me quedé callada, esperando que Peeta terminara con su
escusa pero sólo se quedó ahí y cerró sus ojos, tan cómodamente que me hizo
hervir en furia.
—¡Eso no explica qué demonios hacen en mi habitación!
—Alguien debería decirle que tiene un pésimo carácter en
las mañanas —canturreó Cato.
—Y eso ya es mucho decir, ella siempre parece cabreada
con la vida —le respondió Peeta. Miré a Finnick, ignorando al par de rubios.
—Bueno, supusimos que tú ya estabas levantada y no
quisimos negarte el placer de nuestra compañía —apreté mis dientes con rabia,
era un comentario tan típico de Finnick Odair que no debería sorprenderme pero
aun así lo hacía.
¿Cómo podían ser tan… tan… ¡tan idiotas!?
Me levanté de mi cama como pude, sacudiéndome como
enferma mental —intentaba quitarme los bichos que provocan estupidez en ellos,
tendría que cambiar mis sabanas antes de partir a clases—. El trio me miraba
desde mi cama, divertidos con la escena que les estaba dando.
—¡Quiero que salgan de mi habitación ahora mismo! —se
miraron entre ellos y sonrieron, siempre lo hacían, parecían hablarse con los
ojos. Tal y como yo lo hacía con mis amigas, supongo que logras hacer eso cuando
conectas con una persona; y con mayor razón si se conocen desde kindergarten—. ¡Fuera!
Pero ellos no iban a moverse, los conocía lo suficiente
para saberlo.
A paso decidido me dirigí a mi vestidor, tomé la primera
ropa que encontré junto a una muda de ropa interior y me metí a mi baño
privado, no sin antes dedicarles la Britney-señal
junto a la más falsa de las sonrisas. Los escuché reír ya estando dentro del
baño, retirando mi pijama y tirándola al piso —ya la recogería Chrissy más
tarde—.
El agua fría corría por mi rostro relajándome, estaba
acostumbrada al frio ya que siempre lo he preferido. Soy más una chica de
invierno.
Así que cuando estuve lista, con mis pantalones a la
cintura y una bonita blusa floreada y suelta con el lema en grande “Everybody
sucks” y mi cabello lacio y sin nudos, regresé a mi habitación encontrándome
con la más terrible de mis pesadillas.
En el momento en el que puse un pie dentro, logré ver a
mi hermano mayor lanzándose a mi cama, tratando de colocarse entre los otros tres
donde media hora atrás estaba yo. Mi cama no resistió el peso de semejantes
bestias y cayó al suelo.
—Oh-oh —exclamaron los cuatro al mismo tiempo.
—Tal vez deberíamos huir ahora mismo, tíos. No querrán
estar aquí cuando mi hermana vea lo que hicieron con su cama —todos miramos a
Mike incrédulos, si será tonto. Ellos se levantaron de mi destrozada cama y
antes de que pudieran salir me coloqué frente a la puerta impidiéndoles el
paso.
—Alto ahí, calabazas. —Juraría que los vi tragar saliva,
nerviosos, pero eso ya sería inflar mi ego—. Ustedes no saldrán de aquí hasta
que… hasta que…
¿Hasta qué…?
¿Qué podían hacer para remediarlo?
Rompieron mi cama, sólo podía obligarlos a prometerme
comprar una nueva pero eso era una completa tontería teniendo en cuenta que mi
madre terminaría pagando todos los gastos. Esto era una estupidez.
Todavía podría aplicarles la ley del hielo, sabía que estaría actuando como una cría pero ya
qué.
Di la vuelta y salí, dejándolos con la interrogante en
sus rostros. Llegué a la cocina maldiciendo a mi hermano y a los inútiles de
sus amigos.
—Si tu padre te escuchara en este momento, estaría muy
decepcionado Clovie —la anciana mujer me miró con una sonrisa cansada. Volqué
mis ojos.
—Me tiene sin cuidado si ese extraño se decepciona de mí
o no, Chrissy. Él dejó de tener cualquier derecho cuando agarró sus maletas y
se fue a Irlanda, ¿no crees? —mi voz estaba nublada por el rencor, por poco y
no la reconozco.
—No hables así, Clove. John sigue siendo tu papá y aun te
ama como sólo un padre podría amar a sus hijos y si él se marchó no tiene nada
que ver con Mike y tú…
—¿El desayuno está listo? Annie no tarda en pasar por mí
—pase de ella, ignorándola. Me sentí ligeramente culpable, pero no quería
escuchar como defendía al patán que decía ser mi padre y que meses atrás le
había exigido el divorcio a mi madre, largándose con una californiana de 27
años.
—Por supuesto, es tu favorito, jugo de naranja y sándwiches.
—respondió con una sonrisa triste. Asentí y tomé asiento en el gran y caro
comedor de madera que había sido de mis abuelos maternos.
Minutos después de haber comenzado a devorar mi desayuno,
por la puerta apareció el cuarteto de idiotas.
—Clove, realmente lo sentimos —Peeta Mellark fue quien se
disculpó en nombre de los cuatro. Lucían completamente arrepentidos, pero yo no
me lo tragaba. Han hecho cosas peores, después de todo. Como el día que incendiaron
el largo y bonito vestido de Katniss en la fiesta de Navidad, todavía tuvieron
el cinismo de llamarla la chica en llamas
el resto del ciclo escolar. Yo como buena amiga la tiré a la piscina para
evitar que el fuego se propagara, no
entiendo porque se molestó con los cinco, cuando yo no tuve nada que ver con el
fuego.
Terminé mi jugo de naranja y me levanté sin siquiera
dedicarles una mirada. Tomé mi mochila y salí cuando escuché el claxon de un
coche.
Annie Cresta me esperaba en el descapotable plateado de
su padre, una sonrisa contagiosa en su rostro y un café de Starbucks en su
mano.
—Buenos días, coneja —saludó con una irritante alegría
matutina que sólo ella poseía y murmuré un siniestro: ¿Qué tiene de buenos?—. ¡Vaya! Pero que humor te cargas, Clove.
Annie se colocó sus lentes de sol y encendió el coche. La
música tecno comenzó a irritarme, así que de mala gana apagué el estéreo del
auto de mi amiga. —¡Oye! Esa canción me gusta —y volvió a encenderlo.
—Tú no estuviste en mi casa hasta las cuatro de la mañana
cuando todos comenzaron a irse, Annie. Estoy harta de la música tecno —y la
apagué, nuevamente.
—Oh, tú no has dicho eso —habló lentamente y la encendió.
Y así fue como una lucha por el control del radio inició,
hasta que llegamos a casa de Katniss —a la cual olvidamos y tuvimos que
regresar—. Ella subió al coche y nos miró molesta y ofendida.
—No puedo creer que me olvidaran, si no le hubiera
marcado a Clove después de ver pasar el coche del padre de Annie, ustedes ya
estarían en la academia.
—Lo sentimos, Katniss. ¡Ella tuvo la culpa! —indicamos al
mismo tiempo, señalándonos la una a la otra. Nuestra amiga de ojos grises bufó,
quitándole importancia.
Llegamos a nuestro destino, encontrándonos con una
desagradable sorpresa.
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